Carlos Castillo Peraza gana su última medalla

Las diferencias políticas impedían una vez más la generosidad. Los senadores del Frente Amplio Progresista, y algunos del PRI, negaban su respaldo para que al fallecido ideólogo panista, Carlos Castillo Peraza, ave de tempestades en su tiempo, se le entregara por consenso la Medalla de Belisario Domínguez. El Piolin, como le decían sus amigos, ganó el máximo galardón que otorga la Cámara alta a mexicanos distinguidos, en votación dividida.

Julieta, su viuda, recibiría la medalla de manos de Felipe Calderón, en una ceremonia “mocha” realizada en pasado jueves en la casona de Xicotencatl. La presencia del presidente de la República, amigo y discípulo del galardonado, se tradujo de inmediato en la voluntaria ausencia de los representantes del PRD, PT y Convergencia,

Era el reflejo de la polarizada situación política que aun prevalece en el país; la sombra de López Obrador que obscurecía los escaños vacíos, y llenaba de ruido las calles aledañas a la vieja casona de Xicoténcatl.

Piquetes de partidarios del legitimo, encabezados por el testarudo Gerardo Fernández Noroña, se concentraron alrededor del Senado para protestar por el otorgamiento de la medalla al adversario panista. Descargaban lo que les queda de rabia y frustración con epítetos como el espurio, el pelele, dirigidos al titular del Ejecutivo. Se apilaban frente a todos los retenes instalados en las calles aledañas, exhibían gastadas fotografías del Peje, renegaban del yucateco panista, y maldecían a los que no estaban con ellos,

Felipe no los escuchó. En el momento que el convoy presidencial se paró en la calle de Donceles, las potentes bocinas allí instaladas comenzaron a difundir lo que Fernández Noroña calificó como “música de cantina”. Las palabras se perdían en el ruido, y la vista chocaba contra la valla de madera que impedía el contacto visual con el mandatario.

Ya encarrerados, los ayatolas amarillos la emprendieron contra otro de los sus villanos favoritos: Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. “¡Traidor…! ¡Vejéte..! ¡Judas…! Era lo menos que le decían al Ingeniero por sus declaraciones, la víspera, en las que manifestó que hay que reconocer a Calderón como Presidente “porque está gobernando”.

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A las doce llegó Felipe a la vieja casona de Xicotencatl. Al jefe de la Nación lo acompañaban su esposa Margarita y el joven equipo de colaboradores que lo apoyan en Los Pinos. El todopoderoso jefe de la oficina de la presidencia de la Republica, Juan Camilo Mouriño, y César Nava, su secretario particular, encabezaban en cortejo.

Dentro del recinto lo esperaban ya, además de los senadores. el jefe nacional del PAN, Manuel Espino, el número dos del partido, Pepe Espina, el eterno Luís H Álvarez, el desdibujado secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, la juvenil dirigente del PAN-DF, Mariana Gómez del Campo. Muy discreto, casi arrinconado, el rebelde ex senador Javier Corral.

El gobernador de Chiapas, Juan Sabines –la tierra de Belisario Domínguez— era otro de los invitados distinguidos. El único perredista presente en el salón de sesiones era Cesar Chávez. Iba con Sabines. ¿Qué haces aquí? Le preguntamos. “Soy el coordinador de asesores del gobernador de Chiapas”, repuso el ex diputado federal.

Felipe se sentó en la tribuna entre la señora Julieta López viuda de Castillo y el presidente del Senado, Santiago Creel Miranda. A la derecha del legislador del PAN, tomaron asiento el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Guillermo Ortiz Mayagotia, y Cristian Castaño, vicepresidente de la Cámara de Diputados.

Empezaron los discursos. El secretario de la mesa, el priista Cleominio Zoreda Novelo, leyó la histórica proclama en contra del general Victoriano Huerta que le costo la vida al senador Belisario Domínguez.

A nombre de la Cámara alta tomo la palabra enseguida el senador del PAN, Humberto Aguilar Coronado. Tenía la oportunidad de lucirse, de hablar de los presentes y de los ausentes. La desperdició. Su discurso fue muy azul. Utilizó términos como “el verbo encarnado” o “el bien común”. Nada para alargar este párrafo.
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Sus largas rastas y la barba desaliñada lo delataban como un joven distinto, rebelde. Llevaba traje y corbata porque no le quedaba otra. Julio Castillo López, hijo del galardonado, subió a la tribuna para agradecer la medalla a nombre de la familia del político yucateco.

Desde la tribuna lo miraba su madre Julieta. Estaba sentada junto al presidente Calderón, quien escuchaba pensativo las palabras del primogénito de su premiado mentor.

“Mi padre decía que sin espíritu de diálogo, de búsqueda común de la verdad política, el hombre entra en un laberinto, no sabe de donde parte, ni a donde llega. Belisario Domínguez fue un valiente legislador que por pensar diferente jugó con la muerte. Mi padre, plasmando ideas, siempre en vida, logró cambiar un poco las cosas”, decía Julio.

Abundaba “Mi papá se dedicaba a hacer ideas, ideas que primero plasmó en palabras, y después acabo en política. Un país que reconoce las ideas, es un país que está en buenas manos”.
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Antes de la llegada del presidente de la República, los legisladores del PRD, PT y Convergencia le hicieron su propio homenaje a Belisario Domínguez. Depositaron una ofrenda floral, y ofrecieron una conferencia de prensa para explicar su postura en contra del otorgamiento de la presea a Castillo Peraza.

El senador del PRD, Ricardo Monreal, fue elocuente: “Sin un análisis profundo, objetivo, se apresura la entrega de la medalla a un militante partidista: se acude al cuateo, al acuerdo vergonzoso del reparto anual de la medalla, cual si fuera un autentico botín de guerra”.

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